Estamos en el cerro de Potosí, conocido también simplemente como cerro Rico, una enorme montaña en los Andes bolivianos. Rozando los 4800 m.s.n.m., puede verse desde cualquier punto de la ciudad como un gigante silencioso. Cerro Rico es considerado el yacimiento de plata más rico del mundo.
«Uno para la mina» dice el hombre mientras vierte un trago de alcohol casi puro sobre la tierra amarilla. Levanta el brazo en señal de brindis hacia el inmenso cerro frente a nosotros. «Y otro para mí», dice y bebe. El gusto, casi alcohol puro, le hace dar un respingo. Pero después su rostro se calma y mira con serenidad hacia la boca negra que es la entrada a la montaña. Se ajusta el casco y asiente con la cabeza a manera de despedida. Lo vemos alejarse y agacharse para pasar por la estrecha puerta. Arriba, manchado y casi borrado, se lee: «Candelaria. 2 II de 1901. Coop. Unificada. Estaño y Plata.» Sin embargo, recuerda a la inscripción en la entrada del infierno de la Divina Comedia: «Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!»
Chapulín, cuyo verdadero nombre es Julio Vera, un antiguo minero convertido en guía, apunta el dedo al minúsculo charco en el suelo. «Supersticiones» nos explica. Existen todo tipo de rituales y creencias entre los mineros. Las mujeres, por ejemplo, son consideradas de mala suerte y deben limitarse a buscar entre las rocas del exterior. Silbar está prohibido pues se considera que puede alterar el frágil balance de la mina. Y entonces están las ofrendas. Camino al cerro, en una parada para cambiarnos de ropa, Chapulín nos había advertido sobre la importancia de comprar algo en la pequeña tienda contigua como un regalo para los mineros. Hasta ese momento, omitió cualquier mención sobre la enigmática figura del Tío. Ya tendríamos tiempo de verlo nosotros mismos.
Antes de entrar a la mina, nos acercamos a unas casas minúsculas de adobe. Están rodeadas por carros mineros amontonados, trozos de metal y madera así como cacharros y trastos de todo tipo. Las pocas que han sido pintadas exhiben el mismo tono amarillento producto del polvo que cubre todo. Hasta el perro negro que duerme en unas escaleras tiene manchas de color ocre. Entramos.
El interior es aún más pequeño de lo que parece desde fuera. Un grupo de mineros ha terminado el turno y ahora intentan cambiarse de ropa el minúsculo espacio. El cuarto huele a sudor y tierra. Sin embargo, las ropas que se ponen (todos visten chaquetas de equipos deportivos) están impecables. Son todos jóvenes de Potosí, algunos con apenas quince años. Como ha ocurrido desde hace siglos, la mina sigue siendo la única opción de sustento para muchos. Agrupados en cooperativas pequeñas, forman equipos que comparten gastos y ganancias. Desarrollan vínculos estrechos, forjados por la dureza y el peligro del trabajo que realizan. La confianza absoluta entre sus miembros es crítica para su supervivencia. En la oscuridad de la mina no hay espacio para ninguna fisura.
Ha llegado el momento de entrar. Cruzamos algunas miradas nerviosas y uno a uno atravesamos la entrada. Las tinieblas nos reciben de inmediato. Es imposible ver más de allá de una mano extendida. Las luces de los cascos nos van abriendo camino, sin embargo, hace falta andar despacio. Caminamos entre los rieles a través de los que se mueven los carros que sacan el material de la mina. Los corredores son estrechos y por momentos es necesario agacharse y andar casi en cuclillas para evitar golpearse con el techo. Aun tomando precauciones se escucha de vez en cuando el sonido de algún casco al estrellarse con las rocas. Rápidamente, la temperatura empieza a subir. Del aire fresco en el exterior que se colaba a través del grueso traje minero pasamos a un clima de los trópicos. Flotan gruesas nubes grises que las linternas atraviesan con dificultad. La falta de oxígeno y el polvo que se mezcla con el sudor empiezan a tornarse opresivas. Se oyen algunos jadeos.
«No pueden llevarse nada de la mina, ni siquiera una roca.» Lo piensa un momento y añade: «Solamente si un minero se los ofrece»
Estoy tan concentrado en mantenerme respirando que la aparición del Tío me toma completamente por sorpresa. En lo que parece una suerte de altar, sentado sobre una pila de rocas y una combinación de latas de cerveza, cigarrillos y hojas de coca, está la figura del dios del inframundo. Tiene rasgos humanoides mezclados con los del diablo católico. Su cabello está hecho de cientos de cintas de papel de varios colores. Sentado en su trono, ofrece protección a quienes le dejan ofrendas pero también la ruina a quienes le ignoren. Somos instruidos a dejar una parte de las bebidas que traíamos para ganar el favor del Tío en nuestra visita. Chapulín aprovecha para lanzar otra advertencia: «No pueden llevarse nada de la mina, ni siquiera una roca.» Lo piensa un momento y añade: «Solamente si un minero se los ofrece». Continuamos el camino en silencio.
De repente, Chapulín hace una señal para que nos detengamos. Aguza el oído y toca uno de los rieles. Confirma su sospecha con un gesto: se acerca un carro. Los vagones constituyen el principal vehículo para la extracción de material fuera de la mina. Pueden cargar hasta una tonelada de rocas y escombros. Son difíciles de maniobrar y su masa los vuelve bastante peligrosos, especialmente en las pendientes donde amenazan con tomar velocidad. Corremos hasta el punto donde el corredor hace un giro y se forma un pequeño espacio al costado de los rieles. No hemos terminado de apartarnos cuando aparecen dos mineros a bordo de un carrito cargado hasta el tope. Uno de ellos va a galope y esquiva con sorprendente habilidad los obstáculos del techo. Sus rostros reflejan un cansancio difícil de describir. Son jóvenes pero sus ojos enmarcan un agotamiento que va más allá del plano físico. Pienso en lo abrumador que ha sido nuestro avance hasta aquí. En su caso, las durísimas condiciones de estos socavones son su rutina diaria. Basta imaginarlo para sentir una profunda compasión. Cruzamos unas palabras y compartimos unas bebidas. Quizás por el contraste con lo penoso de las circunstancias, sus sonrisas parecen alivianar la oscuridad que nos rodea.
La vida en la mina no sólo es severa sino también corta: muchos tendrán que retirarse antes de los cuarenta años.
Avanzamos durante una hora, apartándonos del camino cada vez que nos cruzamos con algún carro. Por momentos, es tan difícil respirar que debo hacer un esfuerzo consciente por mantener la calma. Mi pecho sube y baja pero parece haber más polvo que oxígeno entrando en ellos. Quizás ése sea realmente el caso. Chapulín, como leyendo mi mente, explica las consecuencias que tiene sobre los pulmones mineros la exposición sostenida durante años. La vida en la mina no sólo es severa sino también corta: muchos tendrán que retirarse antes de los cuarenta años. En su mayoría con graves secuelas respiratorias y, pese a ello, en contra de su voluntad. La falta de oportunidades en el mundo exterior hace que resulte casi deseable continuar en la mina.
Descendemos hasta un nivel inferior. Para hacerlo es necesario arrastrarse por un corredor estrecho a la vez que se abren piernas y manos para evitar deslizarse pendiente abajo. La altura del pasadizo no debe superar los cincuenta centímetros. A duras penas hay espacio para levantar la cabeza. Avanzamos torpemente en fila mientras la tierra y el polvo corre entre nosotros y las mangueras suelo abajo como una cascada. Finalmente llegamos al otro nivel.
Hemos escuchado varias explosiones y le pregunto sobre ellas a Chapulín. «Dinamita», responde, «así es cómo los mineros remueven la roca.» Cada minero prepara lo suyo, comprado de su propio bolsillo, y lo introduce en un resquicio de la pared. Antes de prender la mecha, se oye un grito: «¡Tiro!» El grito anuncia a los que se encuentren en la zona de impacto sobre la explosión inminente. La minería en Cerro Rico sigue haciéndose de manera artesanal. Este tipo de protocolos buscan reducir los accidentes dentro de la mina. Sin embargo, el oficio sigue siendo bastante peligroso. Se calcula que más de un centenar de mineros mueren cada año. Si consideramos que muchos accidentes no se reportan, la cifra de fatalidad es mucho más alta.
Chapulín nos enseña todo el procedimiento. Cuando el cartucho está listo, corre tan rápido como le permite la altura del socavón hasta que se pierde de vista. Regresa, jadeando, de la misma forma. Lanza un grito de advertencia y enciende la mecha. Intentamos mirar hacia el lugar donde ha instalado la dinamita pero su correría ha levantado tanto polvo que, incluso con las linternas, es difícil ver algo. A pesar de que la esperamos, la explosión es tan fuerte que sacude todo el corredor. Durante un brevísimo instante, es posible ver la onda explosiva cortar a través de la nube de polvo. Del techo caen algunas rocas. Es imposible calcular el impacto que tendrá dinamitar algún sector hasta que ya está hecho. Otro matiz más de la vida minera. Seguimos.
Avanzamos a través de este nivel, cruzando intersecciones que llevan a otros puntos de la mina. Es un laberinto sin ningún tipo de señal donde deben moverse exclusivamente de memoria. Alcanzamos el final del corredor. En este punto hay un carrito debajo de una suerte de contenedor de madera que funciona como embudo. Hay una compuerta que uno de los mineros levanta para ir llenando el vagón con una mezcla de tierra y rocas. Levanto la mirada y veo que el material proviene de una brecha que se extiende hacia arriba hasta donde alcanza la vista. Deben ser al menos unos cien metros en vertical. Los mineros terminan de llenar el carrito y aprovechan la pausa para beber algo y conversar con nosotros.
El mayor del grupo lleva más de treinta años en la mina. Tiene una expresión risueña que contrasta con las anécdotas que nos narra. Historias que terminan de cimentar la dureza de esa existencia. Accidentes, amigos perdidos, abandono del estado. Sin embargo, es categórico cuando mira hacia la brecha arriba nuestro: no hay nada peor que encaramarse por esas paredes y continuar dinamitando la brecha en búsqueda de alguna veta de plata. La explotación de más de cuatro siglos sin ningún tipo de control hace que el cerro se encuentre cada día más debilitado. La Comisión de Restauración y Rehabilitación del Cerro Rico de Potosí estableció 19 de los que tres son grandes cráteres con el riesgo de unirse.
Nos despedimos con un profundo respeto por estos hombres. Caminamos en silencio hacia la salida. El suelo está inundado y nuestras botas chapotean en el lodo. De alguna forma, la oscuridad se siente más pesada. El aire más denso. Después de un rato, se hace visible un punto de luz. Algunos ruidos del mundo exterior se filtran tenuemente. No puedo evitar sentir algo de alivio, sin embargo, está mezclado con otra cosa. Un peso en el pecho que no parece tener nada que ver con el polvo. Y de repente, cuando atravesamos la salida, la luz es tan fuerte que nos obliga, por unos instantes, a volver a la oscuridad.
Excelente . Gracias por darnos a conocer esas historias tan desconocidas, pero no menos realistas.
Excelente narrativa y escritura Jhon.
La fotografías complementan de una manera única, pero con una narrativa propia.
Pendiente de la siguiente entrega.
Saludos.
Super necesitamos más información de la vida, del mundo real.
Gracias
La confianza en ti mismo ha hecho que logres un trabajo increíble, tienes el secreto en tus ojos y la mirada que le pones más allá a las historias es impresionante ¡Muchas felicitaciones! Y muchas gracias por compartirlas.
Estas historias son las que valen la pena conocer.
(Esas fotoooos 😱)
Sanabria domina la escritura y en esta crónica lo deja claro, como buen cronista, acompaña con fotos tremenda historia. John Sanabria presidente !!